Con El Castillo de las Focas se nos revela un Andrés Laszlo  humorista de fertilísima imaginación y abundantísimos recursos. Una muestra de ello, es esta novela, la cual rebosa de tales demostraciones, por ejemplo las que tenemos en los personajes. Empezando por el protagonista, al que vemos como un actor sin dinero que maneja con economía y comodidad su problema de la vivienda, durmiendo en una casa de baños. Compra ahora.    VIDEO

Conocemos a un boxeador negro, que por razones que no es el caso exponer aquí, vende por anticipado su esqueleto a un marqués que siente gran curiosidad por ver cómo son sus huesos. Otro personaje es un avispado especulador que nos instruye sobre el modo de comprar cocaína a precio de costo y venderla al precio del mercado negro. Un elenco, en fin, ante el cual no cabe más que adoptar la siguiente postura: leer este libro de la primera a la última página. Es el primero de lo que puede verse como dos de sus obras tragicómicas de época: El Castillo de las Focas (Budapest) y La Rapsodia del Cangrejo (París). 

EL CASTILLO DE LAS FOCAS

Andres Laszlo Sr.
PRÓLOGO

No sé explicarme por qué el autor de este libro tiene tanto interés en que yo escriba un prólogo para su novela. Si lo hace por adularme, está muy equivocado: la satisfacción que pueda producirme su amable insistencia no me compensa el esfuerzo que debo hacer al escribir estas cuartillas cuando mi cabeza, como la de cualquier editor español en pleno mes de enero, está llena de cifras y fechas de vencimientos, de problemas de papel, de líos con la censura y de horarios de restricción. A lo mejor supone que su libro es excesivamente corto y que no le vendría mal unas páginas de relleno pero éste es un viejo truco del que no soy partidario. Tenía a mano una solución mejor, que era indicar a Juanito que compusiera la obra en un tipo de letra mayor, pero no lo he hecho deliberadamente. Andamos muy escasos de papel, y no es conveniente desperdiciarlo echando mano del cuerpo doce. Es cierto que muchas veces el lector compra los libros fijándose en su volumen pero esto suele ocurrir únicamente con los libros mediocres. Cuando un libro es bueno se vende a pesar de las apariencias. Y “El castillo de las focas” es un buen libro, un excelente libro, uno de los libros de humor más inteligentes y más agudos que han pasado por mis manos. Valía la pena reservar el despilfarro de papel para una obra menos divertida (1).

Es posible, aunque no probable, que Laszlo se haya obstinado en que yo escriba este prólogo para ver proclamadas a los cuatro vientos todas sus glorias y virtudes. Que si tal, que si cual; que si pertenece a tal escuela, que si es o no es un escritor originalísimo, que si el estilo, que si el ingenio, que si tiene más categoría que su compatriota Lajos Zilahy... Pero yo no puedo escribir estas cosas, entre otras razones porque soy también el editor de Zilahy (y que Dios me permita continuar siéndolo por muchos años). Además, el hecho de permitirle la entrada en la Hostería es de por sí harto elocuente. Aquí no entra quien quiere, sino quien puede. Es cuestión de categoría.

La hipótesis de la vanidad podría verse respaldada por ciertos antecedentes personales de Andrés Laszlo: nuestro autor ha sido también actor. Pero a mí me parece un muchacho simpático y llano y me inclino a creer que no por vanidad quiere un prólogo.

Mis deducciones me llevan a la siguiente conclusión: Laszlo quiere ser presentado para evitar confusiones. Y no deja de tener sus motivos.

Resulta que el autor de “El castillo de las focas” llegó un día a Valladolid. En el hotel le pidieron la documentación, y, al ver por el pasaporte que Laszlo era húngaro, la habitación segura se convirtió en probable. «Siendo usted húngaro, debo consultar con la Dirección», le comunicó un empleado. Éste regresó al cabo de un rato, sonriendo: «A pesar de ser húngaro, tiene usted aspecto de ser un señor y la Dirección le autoriza a alojarse en el hotel. Pero el oso deberá dejarlo en otro sitio».

Laszlo me lo ha contado como auténtico.

Ahora bien, yo de Laszlo poco más puedo decir. Por supuesto me consta que viaja sin oso, por lo menos en Barcelona. Pero no sé nada más. Ni siquiera sé si ha escrito otras obras ni si las ha publicado. Lo único que puedo decir es que para que los lectores españoles hayan tenido la suerte de tener en sus manos este libro han sido precisas ciertas felices circunstancias que no se dan cada día.

Primera: que el libro me fuese ofrecido por una señora. Y ya es sabido que las señoras son estos seres de quienes nosotros acostumbramos a recibir todas las negativas a cambio de no negarles nada.

Segunda: que siendo yo un hombre que prescinde de las convenciones sociales y estando siempre dispuesto a decir que no si los libros no me gustan, en este caso dijese que sí porque él libro me gustó.

Tercera y más importante: que el libro me gustó a pesar de estar traducido del húngaro a un imaginario idioma balcánico, con ciertos sonidos españoles, idioma del cual tuve conocimiento por primera y única vez al caer esta obra en mis manos. Lo cual quiere decir que no comprendí el libro, a pesar de mis esfuerzos, sino que lo adiviné.

Cuarta: que me gustó tanto la obra que la he publicado a pesar de que su autor me obligó cierta noche a acostarme a altas horas de la madrugada por razones que casi me avergüenzo de exponer, haciéndome sentir por primera vez en mi vida la sensación de ser el tímido héroe de una novela de Eloy Robusté (1). Lo que ocurrió fue lo siguiente: habíamos cenado con unos amigos en cierto restaurante del cual no quiero hacer la propaganda porque ya es sabido que el exceso de clientela perjudica a los sitios de buen comer. Después de cenar estuvimos viendo cómo se alimentaba un chimpancé que daba vueltas en bicicleta alrededor de una pista; momentos antes en esta pista se contorsionaban, por separado, un par de muchachas que, según las apariencias, alternaban las labores propias de su sexo con el ejercicio de un sistema absurdo de combinaciones que ellas denominaban danza. Y al borde de este mismo escenario, asida a un micrófono, una muchachita de buen ver y de voz hasta cierto punto agradable, cantaba de vez en cuando alguna absurda canción. Entonces empezó lo malo. Las que bailaban, las que cantaban y las que deambulaban, sólo tenían ojos para Laszlo. El gesto final de la “soidisante” danzarina era para él; el desvanecerse lánguido de las canciones iba a él dirigido a través de una mirada insinuante. Por primera vez en mi vida supe lo que era tener envidia. Ni siquiera mi abrigo de cazar leones, bautizado por Samitier, producía ningún efecto.

Por fin salimos. Acompañamos a los amigos a su casa y Laszlo me invitó a tomar unas copas mano a mano. Era tarde. Me moría de sueño. Laszlo insistió.

Me pareció descortés declinar la invitación. Tanta insistencia me hacía creer que Laszlo quería decirme algo importante, a solas. Bebimos. Creo que Laszlo se compadeció de mí y empezó a inventar cuentos tártaros a propósito de los corazones que yo destrozaba según le constaba a él. Pura fábula. Se iba haciendo tarde. El sueño se me había pasado y yo estaba casi locuaz. Empezaba a creer que Laszlo gozaba de mi conversación como yo de la suya. De pronto — ¡hay que ver, señores! — Laszlo mira el reloj y se levanta: “Son más de las tres y estoy citado con la vocalista. Quería ganar tiempo y ahora a lo mejor llego tarde”.

Y se marchó corriendo. No se encontraba ningún taxi.

¿No creen ustedes que, después de aquella noche, “El castillo de las focas” ha de ser un buen libro para que yo lo publique?

J. J.