La Rapsodia del Cangrejo es una novela humorística ambientada en el París bohemio de principios de la II Guerra Mundial; se retrata el París monumental y turístico y un París que no ha logrado olvidar aún los traumas de la ocupación. La acción de esta novela transcurre en París, pero en ese París turístico y monumental casi exclusivamente compuesto de cabarets nocturnos, peligrosos antros, bailarinas y buhardillas en donde artistas más o menos auténticos se mueren heroicamente de hambre. Compra ahora. VIDEO
Escrita con la ligereza y amenidad que caracterizan a este singular novelista, su lectura subyuga y distrae desde las primeras líneas. Vienen de todas partes del mundo y por diversas, y a menudo intrigantes razones, han elegido a París como su nuevo hogar. Este es un hermoso intento de capturar una parte de ese París que hoy ya no existe. Es sobre el amor entre un verdugo (compositor en sus días libres) y una comadrona que, a ratos perdidos, flirtea con un embalsamador de cadáveres. Este es el segundo libro de lo que puede verse como una serie de dos tragicomedias de época: El Castillo de las Focas (Budapest), La Rapsodia del Cangrejo (París).
LA RAPSODIA DEL CANGREJO
Andres Laszlo Sr.
Alrededor de las seis de la tarde llegué a París, descendiendo en la Gare de l'Est.
El viaje de treinta y seis horas, sentado en un banquillo de tercera clase, me dejó derrengado. Mientras me dirigía a la salida, arrastrando mis ligeras maletas, las piernas me flaquearon varias veces. En mis poros habíanse mezclado moléculas del hollín producido por carbones húngaros, alemanes y franceses; tuve la impresión de que mi estómago era un acumulador lleno de ácido sulfúrico, y que mis dientes se habían oxidado.
Según las más autorizadas reglas de la buena educación, saludé a la primera locomotora francesa, expuesta en aquella estación. Por motivos que no he logrado discernir, el viejo artefacto, según mi modo de ver las cosas, hacía en París las veces de la estatua de la Libertad en Nueva York.
—Ya he llegado, Alexei — dije a mi vieja amiga la locomotora, notando que, con la sequedad producida por el largo viaje, se habían pegado mis labios, los cuales, al pronunciar la primera palabra, se despegaron con el chasquido que unos dedos cansados producen al abrir una carta.
Huelga decir que la locomotora no se llamaba Alexei y que tampoco tenía nombre alguno. En sus costillas ostentaba solamente unos números misteriosos, así como una placa de cobre en la que quedaba indicado que tratábase de la antepasada de los ferrocarriles gabachos y que, directamente de la Exposición Universal, y a mayor gloria de la industria siderúrgica francesa, había pasado a su actual emplazamiento.
En aquel preciso instante no atinaba a descubrir la más mínima relación entre aquel artefacto y el nombre que, motu proprio, acababa de darle, ya que me recordaba mejor a una vieja y jubilada amazona que a cualquier gran duque caucasiano.
Naturalmente, sin la menor amabilidad, la locomotora no correspondió a mi saludo. Cambié de mano las maletas y, después de un nuevo tropezón juvenil, me dirigí hacia la salida.
Era el día primero de septiembre del año del Señor, 1938. Resplandecía tibiamente el sol, las gentes hablaban brillantemente el francés, y yo me resistía con firme decisión a la insistencia de los tatástas. En el tren, entre Nancy y París, había venido ya preparándome a tan tenaz resistencia. Según el trato que yo había hecho conmigo mismo, me alojaría allí, junto a la estación, en pleno barrio de transportistas y comerciantes. Sabía a ciencia cierta que si no me refugiaba inmediatamente en el «Hotel Liberty», que se hallaba a unos centenares de metros, no tendría más remedio que tomar un taxi, por lo menos hasta Montparnasse, ligereza imperdonable cuyas dramáticas consecuencias sería fácil prever y calcular.
Montparnasse hubiera significado asimismo el Barrio Latino, el máximo triángulo de los cafés «Dome», «Coupole» y «Rotonde», celebérrimos cuarteles generales de los artistas, donde, mediante el intercambio de la consumición de un solo café, tiene uno el derecho de conversar ininterrumpidamente, durante veintitrés horas seguidas, discutiendo sobre Matisse y Freud, incluso olvidando con suma facilidad el poco francés que a uno se le ha pegado en el Instituto, puesto que aquellos rarísimos ejemplares de indígenas, que sólo se verían allí por casualidad, acompañan, por lo general, a extranjeros y se expresan solamente en inglés. En esta ocasión era necesario evitar todos estos peligros.
Entretanto, llegué al hotel al que ya conocía desde hacía años. Todavía el propietario se acordaba de mí; sabía incluso mi apellido, lo que, hasta cierto punto, me conmovió. —¿De dónde viene usted, Monsieur?
—De Hungría.
—¿Qué tal el viaje?
Como única respuesta, le tendí las manos que habían adquirido un precioso color gris azulado, y procuré sonreírle.
—No importa — me contestó tratando de consolarme —. Tenemos cuarto de baño, Hace ya dos años que quedó en condiciones; ya lo verá. Mientras llena usted el tríptico, se habrá calentado el agua.
Mi cuarto era demasiado pequeño y la cama demasiado grande. El papel de las paredes, que ya habría cumplido el siglo, era una orgía de gruesas rayas moradas, sembrado de enormes rosas sensuales y extraños palomos que, nadie sabía por qué, tenían el plumaje verde. ¡Combinación de exquisito buen gusto!
Inmediatamente, antes de que fuera demasiado tarde, ordené que retiraran con toda rapidez los obligados recipientes de porcelana y, sin quitarme siquiera el abrigo, me acosté en la cama, y lo mismo que un novio durante el viaje de bodas, impaciente pero discreto, intenté quitarme los zapatos sin soltar los cordones.
Mis manos temblaban a consecuencia del cansancio y, a causa de aquellos pocos kilos de peso que no estaban acostumbradas a llevar, me habían salido en las palmas unas ampollas muy dolorosas
Debajo de mi ventana, una serrería armaba un ruido de mil diablos. Hasta mí llegaba el chapoteo del agua caliente en el cuarto de baño vecino.
«¿Dónde — me pregunté — habrán metido las tartas de mermelada de fabricación casera que se conservaban antes en el cuarto de baño?»
***
El baño caliente me restableció pronto, y una hora más tarde me encontraba ya merendando en la terraza del cercano café «Tout va bien», en la bucólica esquina de los bulevares Sebastopol y Saint-Denis. Había llevado conmigo papel y lápiz para confeccionar un programa, estableciendo hasta por escrito el trato que había cerrado conmigo mismo, ya que conozco hasta la saciedad mi buena fe en la palabra escrita, aun cuando se trate de la mía propia. Había decidido fijar este «contrato privado», clavándolo con chinchetas en la mesilla de noche para tenerlo a la vista todas las mañanas cuando despertase.
Al llegar a este punto había ya apurado mi taza de café y, ante todo, establecido el balance de mi fortuna.
Poseía una moderna máquina «Contax», aparato fotográfico que podría valerme unos cinco mil francos: y esto significaba la parte fundamental de mi capital. Tenía, además, una botella de generoso vino de Tokay, varios kilos de salami húngaro de la marca «Herz», dos pares de zapatos, media docena de camisas, un traje de deporte, color gris, y un viejo frac. Además, tenía también quinientos francos en billetes de Banco, exportados con la autorización especial del Centro de Contratación de Monedas, de Hungría.
Realmente, no era mucho. Cuanto poseía no podía ser considerado como un capital de cierta importancia ni aun en el caso en que mi viaje a París hubiese obedecido a la intención de cursar estudios o hacer turismo durante unas pocas semanas, lo mismo que había hecho en años anteriores. Pero resultaba verdaderamente difícil empezar una nueva vida con tan menguadas reservas.
Un altavoz colgado cerca de mi cabeza, en la terraza, balanceándose en el viento, me orientaba acerca de los resultados de las carreras de caballos de aquel día. Hacia la última parte de mis meditaciones comenzó a transmitir un programa musical, de modo que los firmes acordes de la canción popular titulada Dubo-Dubon-Dubonet llegaron muy a propósito para reanimar un poco mi vacilante confianza en mí mismo.
«Bien. Lo mismo da. Hay que intentarlo...»
Evoqué más tarde en mi memoria primero unos ejemplos clásicos del triunfo final de la voluntad, y luego otros, que también lo fueron y habían sido galardonados con el «Premio Goncourt». Y, mientras, la calzada del bulevar brillaba ante mis ojos con un matiz de cálido gris como un collar de perlas auténticas heredado por varias generaciones subsiguientes.
«Sí, en efecto. Voy a vivir y a trabajar sea como sea. ¿Cómo no encontrar algo que me convenga en una capital tan grande?»
En aquellos momentos me sentía ya mareado: era de esperar como consecuencia lógica de dos noches seguidas pasadas en vela. Respiré profundamente un rato y así conseguí un cierto aplomo. Minutos después, aun cuando mi cara había adquirido un color de ciénaga, estaba ya roncando en uno de los más amplios lechos del viejo, pero honrado, «Hotel Liberty», en la rué de Nancy.
***
Debí descansar solamente unas tres horas. Eran las once de la noche cuando me despertaron las sonoras protestas de mi estómago vacío.
Me hallaba tendido casi en diagonal en la cama; tenía los calcetines puestos y en mi corbata había preciosas arrugas.
Una por una me quité aquellas prendas, y gracias a una hábil maniobra, me coloqué de nuevo en el lecho adoptando la posición correcta y apretando una de las almohadas contra mi sonoro estómago. Así, con renovado esfuerzo, me puse otra vez en camino hacia las agradables regiones del sueño.
«No quiero comer nada hasta las ocho de la mañana», me dije fallando mi pleito contra mi estómago.
Y poco después, sumamente aliviado, pude notar que mi habitación empezaba a sumergirse en un recuerdo de mañana.
Casi había logrado dormirme, lo que, de haber sido así, hubiera significado a la mañana siguiente mi recaída en una nueva vida hondamente burguesa, cuando aconteció algo inesperado.
¡Acudió a mi memoria el recuerdo del salami. Aquel salami que, en hermosas barritas envueltas en papel de estaño, se hallaba descansando en el fondo del armario de mi cuarto, constituyendo la parte principal de mis reservas, lo mismo que los lingotes de oro en los sótanos del Banco de Francia.
De nuevo surgió el cuarto en torno mío; la almohada volvió a ocupar un lugar debajo de mi cabeza y el hambre celebró su solemne reingreso en mi estómago.
¡El salami estaba en peligro! De esto no cabía la menor duda. Agravaba aún la situación la circunstancia de que la barra más pequeña pesase cuando menos un kilo; una vez empezada ya no podía vendérmelo. En cambio, del precio que pensaba obtener por kilo podría vivir, aunque modestamente, una semana.
«¿Qué debo hacer, entonces?»
Me acosté de bruces sobre el lecho, abandonando los desventurados últimos restos de mi sueño, impotente ante las victoriosas huestes de mi estómago, tan liviano como impertinente, que estaba preparando ya un nuevo ataque a base de una gran Variedad de acideces con vistas a la digestión de los pedacitos de carne con especias, ahumados y salados convenientemente, que constituyen el salami húngaro.