Madre Desconocida (Donde los Vientos Duermen) está protagonizada por Kurt; un joven escultor que ha dejado su Austria natal y ahora vive en Tánger, Marruecos, donde se gana la vida cambiando monedas extranjeras. Las únicas personas que interactúan con él son: un hombre negro que vive en su casa y un policía que, a pesar de ser su amigo, sospecha que Kurt es un espía. Un día, un joven llega a su apartamento llevando una nota: “Tu siempre quisiste tener un hijo. Pues bien, aquí lo tienes. No trates de encontrarme. X." Compra ahora. VIDEO
Era obvio que el niño era suyo, pero el chico no le dice a Kurt el nombre de su madre o dónde encontrarla. Entonces Kurt trata de adivinar la edad del niño, para así saber quien puede ser la madre. Juntos se embarcan en un viaje para buscarla. Sus viajes los llevan de París a Roma; ambos lugares inicialmente parecen prometedores pero no encuentra nada. Al final, le queda solo una última posibilidad – Ávila, y viajan allí. Las reacciones del niño muestran que ahora están en el camino correcto, pero la gente de la ciudad no quiere que Kurt sepa la verdad.
"Vamos, ven antes de que caigas enfermo. Ya se solucionará esto de algún modo. Al fin y al cabo, no es culpa mía que no tengas madre. He hecho cuanto he podido para encontrarla. Créeme, no tengo la culpa de que no hayamos podido dar con ella, ni de que no exista en este mundo."
Entonces el chiquillo se separó de la columna, se irguió lentamente y, acercándose a su padre, mirándolo a los ojos con mirada pura, serena e imperturbable, le dijo con voz dulce y pausada: "Te engañas. Si hay alguien que no existe, ése eres tú."
Este libro: Donde los Vientos Duermen (español, Janez & Ediciones GP, 1952), Mere Inconnue (francés, Librairie Stock, 1958) & Die Mutter Meines Sohnes (alemán, Paul Zsolnay Verlag, 1958) y Mother Unknown (ingles, 2017).
MADRE DESCONOCIDA
(DONDE LOS VIENTOS DUERMEN)
Andres Laszlo Sr.
ATARDECÍA ya cuando la policía lo puso en libertad.
Cuando el oficial de guardia se hubo excusado con evidente desagrado y por mera formalidad, uno de los funcionarios de turno le devolvió los cordones de sus zapatos, la corbata, la maquinilla de afeitar y, luego, lo acompañó hasta la puerta.
Ya en la acera, Kurt mordió en el vacío el viento de diciembre, se levantó el cuello del gabán y dirigió lentamente sus pasos hacia el zoco. Obscurecía perceptiblemente, como si el clima se obstinase en convencer a aquella villa de que formaba parte de África. En cuanto se sintió fuera del campo visual de la comisaría, Kurt apretó el paso, ya que el tranquilo andar que se había impuesto hasta entonces estaba destinado a la mirada que acaso estaba observándolo desde alguna ventana. Comenzó a andar por la amplia avenida orillada de palmeras y luego torció de repente hacia una empinada calleja. Vio entonces fugazmente el Estrecho, así como las luces de Trafalgar, que llegaban hasta él desde la ribera opuesta. Involuntariamente echó a correr y se deslizó por la pendiente, temeroso incluso del rumor de sus propios pasos, hasta que, al llegar al Zoco Grande, los violentos latidos de su corazón le obligaron a detenerse. Le temblaban las manos; el sudor empañaba su frente; sentíase al borde del mareo. Muy cerca de él, un león de piedra con aspecto bonachón vomitaba agua en un cuenco sonoro. Kurt optó por sentarse sobre el lomo de la fiera, y descansó mientras el alegre murmullo del agua sosegaba sus nervios y el viento levantino secaba el sudor de su frente. Luego se ató pausadamente los zapatos, se puso la corbata y encendió un cigarrillo.
No le seducía mucho que lo detuvieran; es más, esto, últimamente, le ponía cada vez más incómodo. Y, si por casualidad, los guardianes del orden público lo dejaban tranquilo durante un par de semanas, experimentaba la sensación de que todo era una añagaza o todo se debía a una precipitada generosidad que le resultaría muy cara en cuanto la próxima oportunidad se presentase.
Miró hacia atrás, por la breve calleja empinada, pero no vio a nadie. En el mercado, las tiendas que seguían abiertas parecían guiñarse los ojos con muda y soñolienta comprensión. En el extremo opuesto de la plaza, unos encantadores de serpientes hacían llegar hasta él su musiquilla, si no en alas del viento, sí en las de una neblina casi imperceptible.
“A fin de cuentas acabaré haciéndome espía — pensó, irritado, y añadió —: ¡Si por lo menos supiera cómo empezar!”
Rápidamente enumeró para sí mismo los países dignos de ser tomados en consideración y a los que él podría honrar con sus servicios personales, pero renunció en seguida a ello. Dióse cuenta de que las pocas y humildísimas nacioncillas por las que sentía simpatía no podían sufragar los gastos de un servicio de información. Por otra parte, sabía también que estas ideas descabelladas sólo se debían a una sed de venganza meramente infantil.
Como el león resultaba demasiado frío, Kurt se levantó y siguió su camino. Se detuvo, distraído, ante el conjunto musical.
“Sí, me molestan cada dos por tres, sospechan de mí, pero es porque tanto mi comportamiento como mi defensa son equivocados. No protesto contra sus acusaciones como lo haría un inocente, sino que me defiendo con tesón y habilidad, como un auténtico culpable. Esta debe ser la causa, ésta y ninguna más”.
Ante él, en cuclillas sobre una estera hecha jirones, dos moros batían sus tambores, un tercero manejaba un breve pito y un cuarto miembro del conjunto se dedicaba a la sencillísima operación de dejarse desgarrar los restos de su nariz y de los lóbulos de las orejas por una vieja e inofensiva cobra, enroscada en su cuerpo.
Había, además, otros dos espectadores: dos mujeres embozadas en sus albornoces, y que, cubiertas hasta los ojos, se entregaban en cuerpo y alma a aquel goce artístico.
“Hablaré con el Jefe de Policía — decidió resueltamente Kurt—. Aclararé mi situación de una vez y para siempre. Y si no logro verlo, le escribiré; sí, le escribiré a su domicilio particular”.
A este punto habían llegado sus pensamientos cuando notó que aquellas dos mujeres, en vez de contemplar la representación, le observaban a él con codiciosa intensidad. Arrojó medio franco sobre la estera y se alejó rápidamente, pues desagradables vivencias acababan de recordarle que aquellos ojos fascinadores podían ser los de una mujer desdentada, de edad más que avanzada o, peor aún, los de un varón con perilla.
Sólo tuvo que dar unos pasos para llegar al Zoco Chico, estrechísima calleja donde los múltiples puestos de cambistas hacían casi impracticables las aceras. Allí actuaban intensamente los últimos “banqueros libres” de Europa, solicitando, ofreciendo y pregonando valores, divisas y monedas de oro. Sin siquiera mudar el paso, Kurt se enteró de la cotización de la peseta y del dólar. Luego, entró en el Café Neutral, donde, al cabo de un rato, vio al detective que lo había detenido por la mañana. Sentado junto a la barra, estaba jugando al póker con un joyero francés. En cuanto lo distinguió, el policía descendió de su taburete y se dirigió presurosamente hacia él. Azulados los labios, Kurt le chilló:
—Y Prometió, ¿dónde está?
—Te ha esperado hasta ahora. No hará cinco minutos que se ha marchado. Me ha dejado esto para ti...
Con un gesto de ira, Kurt arrebató los tres rollitos que le tendía el policía, se los metió en el bolsillo y siguió su camino luego de haberle ordenado con una mirada que le siguiera. El detective obedeció con evidente desgana, mas pareció cambiar inmediatamente de parecer, pues cuando Kurt cruzó la puerta, éste ya se apresuraba, temeroso de perderlo de vista, por entre la muchedumbre que a aquella hora solía abarrotar la plazoleta. Pero su inquietud resultó vana: Kurt le aguardaba afuera, abiertas las piernas y centelleante la mirada:
—¡Hijo de perra! ¡Cerdo! ¿A qué viene eso?—rugió.
—He cumplido con mi deber — contestó Miniti, el detective, intentando apaciguarlo.
—¡Que tu carroña sea pasto de los chacales, vergüenza de tus padres, maldición de tus hermanos! Conque te metes conmigo, ¿eh? ¡Ya me las pagarás!
El amenazado detective intentó cogerlo del brazo para llevárselo de allí, pues la gente empezaba a formar un corrillo en torno de ellos, pero Kurt se desasió de un tirón y se alejó. Miniti permaneció un instante en su sitio, indeciso, y, luego, imponiéndose una sonrisa, gritó en árabe, como si quisiera convertir en broma una disputa amistosa:
—Laina maxi?...
Pero, sin dignarse siquiera contestarle, Kurt desapareció en la esquina, camino del barrio moro. Tenía prisa; aún debía trepar por las calles un buen rato antes de llegar a su domicilio, en el monte Amar. Subía de tres en tres los escalones de aquellas estrechísimas callejuelas. Poco le faltaba ya para llegar a la cumbre, cuando el detective logró alcanzarlo y lo siguió entonces en silencio, optando por callar, pero no porque hubiese perdido el resuello como él. Poco después, caminaban por el paseo que coronaba el monte, el más hermoso, aristocrático y callado lugar de Tánger. Sólo abajo, en las honduras, rugía el Océano y le replicaban las rocas.
Por fin llegaron a una torre blanca, nívea, levantada en medio de un palmeral. Kurt hurgó en sus bolsillos, buscando la llave de su casa. El otro lo observó atentamente y, al ver que se ponía cada vez más nervioso, se llevó la mano a su propio bolsillo y sacó de él una llave, con la cual le abrió la puerta.
Kurt ni siquiera se sorprendió cuando el detective le franqueó el paso. Aunque estaba sumido en tinieblas, cruzó rápidamente el pequeño recibimiento y el estudio, y, avanzando en silencio, se acercó a la cortina que hacía las veces de puerta de la alcoba. Disponíase a aguzar el oído, cuando llegó a él un ronquido que le hizo proseguir su camino. Buscó a ciegas en el cajón de la mesita de noche y sacó una lámpara eléctrica. Luego, cuidando siempre de no despertar al que dormía, salió con el otro al jardín, en cuyo lugar más recóndito, había dos palomares. Entonces Kurt iluminó una de las dos entradas, suspiró, aliviado, apagó la luz y dijo como para sí:
—¡Qué suerte! Hace por lo menos una hora que han llegado.
Kurt tenía un brazo metido en el palomar. Luego de breve búsqueda, extrajo una enorme paloma mensajera. Sin decir nada, le entregó la lámpara al detective y éste la enfocó cuidadosamente hacia el ave, que intentaba desasirse de la mano que la apresaba. Kurt miró inquieto hacia la casa y levantó un ala de la paloma; apareció entonces, con un destello, un rollito de papel sujeto con un fino alambre. Lo soltó y devolvió el ave al palomar, y repitió luego la operación con otras dos. Después, mientras el detective examinaba el contenido de los rollos, Kurt se dirigió hacia el otro palomar, cuya entrada estaba cerrada por una puertecita; sacó sucesivamente tres palomas, a las cuales sujetó los rollos que le habían entregado en el Café Neutral, las soltó y desaparecieron éstas en la noche, hacia Levante. El detective le devolvió los rollos vacíos, sin hacer ningún comentario, y ambos se dirigieron hacia la puerta del jardín, evitando el edificio por indicación de Kurt. Ya ante la puerta, Kurt dejó que el policía se fuera sin tenderle siquiera la mano, y no hubiesen cruzado palabra alguna si, desde la calle, el detective no le hubiera dicho:
—Creo que por esta semana ya hemos terminado...
—No creas nada, buitre. No puedo decirte nada hasta mañana. Si te atreves, ve a desayunarte al Café París. Pero infórmate antes de en dónde y cuándo se puede visitar a tu ilustre jefe. Ahora, lárgate, que tu mujer empieza a sospechar que no estás en casa.
Y cerró la puerta de golpe.
Luego se dirigió rápidamente hacia la alcoba y encendió la luz. En el estrecho y largo sofá, junto a la cama, dormía, con las piernas separadas tocando el suelo, un negro gigantesco. El estrépito de sus ronquidos sobrepasaba los límites de la corrección, y resoplaban por las ventanas de su nariz como un pura sangre que acaba de ganar el Derby. Kurt intentó varias veces despertar al mameluco, mas, al resultar vanos sus esfuerzos, optó por golpear el gongo que se hallaba junto al lecho, con lo cual logró un resultado inmediato. El gigante se levantó de pronto y saludó a su amo con una repentina sonrisa cuajada de dientes y remordimientos.
—Creo que me he dormido, Monsieur...
—Sería lo de menos, si lo hicieras en tu sitio. Ya te he dicho más de mil veces que no quiero que te estés en mi alcoba — gruñó Kurt.
—Es la última vez que ocurre, Monsieur — dijo por fin, quebrando el silencio que se había helado entre ellos; y como, al hablar, su mirada se detuvo en la esfera del despertador, se volvió, asustado, hacia su amo y dijo —: Ya han dado las nueve, Monsieur... Hace rato que debía haber salido... —pero al llegar a este punto calló repentinamente presa de dudas respecto a la responsabilidad de aquel retraso. ¿Era suya, por haberse dormido, o de su amo por haber salido? Mas este no estaba de humor para aclarar cuestiones de esta índole: con voz dura ordenó:
—Lárgate volando, que a lo mejor ya se ha cansado de esperarte o se figura que no vas. ¡A ver si recuperas el tiempo perdido! — Y luego de acompañarlo hasta la puerta, añadió como despedida —: Ten cuidado: no hay ni una nube... Arréglatelas para estar de regreso antes de las cuatro... Y... que tengas suerte...
Cuando el negro hubo desaparecido, Kurt volvió a entrar en la casa. Su primera labor fue abrir de par en par la ventana de la alcoba, ya que el recuerdo físico del negro flotaba en el ambiente bajo la forma de un olorcillo acre. Luego se desnudó, tomó una ducha tibia y se deslizó en su cama con toda la velocidad que le permitía su fatiga. Recordó entonces que no había comido en todo el día, pero no se sintió con ánimos de levantarse, y abrazó amistosamente su almohada y le comunicó, semidormido, confidencialmente, su repentina decisión: “Mañana hablaré con el comisario de policía... Cuando sea mayor, ya les daré yo a esos perros sarnosos...”