Málaga, la costa, cerca de un faro, en una antigua casa solariega. Entramos, una banda está tocando, y encontramos el camino hacia la biblioteca, donde una miope Juanita busca un título "Don Juan Tenorio" para intentar hallar una salida a su situación. Juanita - que al final de la historia se habrá convertido en Doña Juana –es una joven desesperada porque acaba de descubrir que su novio está a punto de fugarse con otra chica. Por si no fuera poco, llega a escuchar a la pareja enamorada planeando su huida. Las lágrimas caen en el libro que tiene sobre su regazo - Don Juan Tenorio, el libro que había venido a leer con la esperanza de encontrar una solución - cuando se da cuenta de que todo está perdido; –"¡Oh Don Juan, si estuvieras aquí!”. –"Pero si estoy aquí." –"¿Quién eres tú?" –"Soy Don Juan." –"Don Juan, ¿quién?" –"Solo Don Juan." Compra ahora. VIDEO
Sí, Don Juan Tenorio ha viajado a través del espacio y del tiempo, para echar un mano a la desesperada chica. Le muestra la forma de salir de su desesperada situación y cómo manipular a los hombres, de la misma manera que él lo hizo con las mujeres. Sin embargo, la chica resultó ser mejor de lo esperado en "los asuntos del amor", y pronto Don Juan se enamora de ella, que resulta ser una gran maestra en los asuntos de los hombres. En esta obra se pueden encontrar las bases para una gran obra musical (Sr. Lloyd Webber, si usted está leyendo esto...), y cualquiera que desee poner un poco de psicología moderna en el espectáculo (o tal vez algo de Lacan o Kristeva...) con esta obra, tendrán las herramientas para hacerlo. ¡Hombres tened cuidado, Doña Juana está aquí!
PRIMERA PARTE
Había anochecido ya y la luz del faro dejaba en las primeras y definitivas sombras un parpadeo brillante y monótono cuya blancura deslumbradora acentuábase a medida que se hacía más densa la oscuridad. Cerca del faro erguíase la casa de Juanita y los destellos luminosos la vestían alternativamente de luces y de sombras. Era como si una mano negra, inmensa e infinita casi, o una mano blanca, tan inmensa y tan infinita como la otra, dejara sobre ella una caricia rápida constantemente repetida y fugaz. Pero la casa de Juanita estaba de fiesta y su interior, casi cegadoramente iluminado, no advertía siquiera ese parpadeo luminoso que sólo en la fachada y en el jardín acudía a posar su efímera y continuada blancura.
Quizá a la fachada del faro y a las rocas que constituían su único jardín llegasen, en compensación, los apagados rumores de la música también monótona y apenas brillante de una orquesta que en la casa de Juanita generalizaba un pretexto para bailar. Y este puente de encontrados ritmos, tendido sobre la noche entre el faro y la casa de Juanita, imprimía al corto paisaje que iba de uno a otra una humana pero vacía presencia. En esa especie de ir y volver de sonidos y de luces la noche iba acumulando sus silencios y sus sombras, más acuchillados cada vez por la orquesta y el faro. Los árboles del jardín, sorprendidos en su sueño de un instante a otro, vivían su primavera falsamente nocturna en la que el vuelo diurno de los pájaros había sido sustituido por otro vuelo de luces blancas y ásperos sonidos. Así, las rocas del faro vivían por una noche un lejano y apagado canto de sirenas que nada tenían de marinas.
Únicamente en la planta baja de la casa de Juanita había una habitación que permanecía a oscuras. Era la biblioteca.
A través de los cristales y las ventanas penetraban en ella los destellos del faro y la iluminaban casi constantemente. Durante todo el día, quizás a causa de la fiesta, había permanecido inmersa en el olvido. Nadie había cruzado su umbral ni sentándose en sus butacas para leer un momento. Y acaso por esto, porque en aquellos instantes podía ser considerada como un refugio seguro en la casa, fue elegida por Juanita.
Cuando Juanita atravesó el umbral, empujando silenciosamente la puerta, era ya muy tarde. Vestía aún el traje en el que tanto cuidado e interés había puesto para la fiesta. Estaba cansada y aburrida. La orquesta continuaba tocando todavía, pero Juanita no podía soportarla más. Durante un momento, a oscuras, se quedó indecisa ante la puerta que había vuelto a cerrar sin hacer ruido; luego, instintivamente, levantó la mano para alcanzar el interruptor y dio la luz. La gran araña de cristales blancos y morados se encendió súbitamente, pero aquella luz cruda y repentina le hirió tanto los ojos que, sin haber soltado aún el interruptor, volvió a apagarla. Luego, a oscuras otra vez, se dirigió a una de las estanterías e intentó elegir un libro a la luz de los destellos del faro. Pegando casi la cara al lomo de los libros para poder leer sus títulos estuvo durante unos momentos con la mano levantada, preparada para tomar el elegido. Pero no le fue posible distinguir en el borroso dorado de sus letras la obra que deseaba.
Se acercó entonces a la mesita, encendió la lámpara portátil y volvió a la estantería. Ya ante ella, levantó la lámpara para iluminar lo mejor posible los libros y eligió uno. Con él en la mano se dirigió de nuevo a la mesita, dejó en ella la lámpara y se sentó. Con un suspiro de satisfacción, abandonando el libro en su regazo, estiró las piernas. Un instante después consideró que quizás el placer de su descanso no era suficientemente completo porque los zapatos le apretaban, y, casi sin moverse, con toda delicadeza, se descalzó a medias soltándolos con la punta de los pies. Nuevamente satisfecha se reclinó en la butaca y apoyó en ella la cabeza, pero el moño la molestó. Con ademanes casi violentos restregó la nuca contra el respaldo y lo deshizo; cayó el pelo sobre sus hombros y se sintió aliviada. Volvió a suspirar, sacó de su bolsillo de noche unas gafas de concha oscura y se las puso; abrió el libro y comenzó a leer.
No permaneció mucho rato leyendo porque un rumor que iba aumentando le hizo levantar la cabeza y prestar atención.
Alguien bajaba la escalera que daba al salón contiguo. Juanito y la Chica, cogidos de la mano, huyendo de los demás, intentaban también hallar un refugio al abrigo de la gente, donde, sin testigos, pudiesen resolver una situación cuya importancia se reflejaba vivamente en sus rostros. Vestían ambos de etiqueta; ella con un traje blanco que aniñaba aún más su figura, pero llevaba echado sobre los hombros un gabán y en la mano un bolso gris de piel de cocodrilo. Habían bajado en silencio los peldaños y, al llegar al pie de la escalera, se soltaron las manos.
—Entonces... — preguntó la Chica, volviéndose a él y dando a su pregunta un tono de inquietud y resolución —. Entonces...
—Entonces, ¿qué? — inquirió él, aparentando estar distraído.
—¿Estás decidido?
La pregunta había sido demasiado concreta para no exigir de él una respuesta clara y definitiva.
—No, no puedo — contestó Juanito con obstinación y temor a la vez.
—¿No vienes?
Pareció como si ella hubiese estado a punto de echarse a llorar al hacer esta pregunta. Juanito lo advirtió y contestó dulcificando el tono de su voz:
—Pero, muchacha... ¿No comprendes que estas cosas no se liquidan así como así?
Ahora fue despecho lo que sintió la Chica. Herida por las palabras de Juanito, exclamó con cierto desdén:
—¡Oh, por mí...! Yo no pretendo forzarte ni obligarte a nada... Si tanto te pesa... Al fin y al cabo, yo no he empezado.
—¡Cómo! ¿No empezaste tú?
Juanito había hablado violentamente, elevando el tono de voz, y Juanita, desde la biblioteca, oyó claramente su pregunta formulada casi como una exclamación. Se estremeció al oírle y, descalza, procurando no hacer ruido, se dirigió a la puerta que comunicaba el salón con la biblioteca y se puso a escuchar.
—¡No tengas tanto descaro! — exclamó la Chica —, ¿me oyes? ¡Ah! Corroboras exactamente la opinión que nosotros tenemos de los españoles. Habláis, habláis... fuego por todas partes. Parecéis locos y, luego nada... — hizo un esfuerzo para contenerse y añadió —: Esta misma tarde, en el tenis, me has asegurado que te irías conmigo, que me seguirías hasta Dios sabe dónde, y yo, ¡pobre idiota...! Si hablabas en serio ya debes tener tu pasaporte en el bolsillo.
—¡No te pongas así, mujer! ¡No te he mentido! He decidido acompañarte, huir contigo hacia... — vaciló un momento y súbitamente, con una voz cálida, profunda y ardiente que no había tenido hasta este instante, añadió —: hacia el amor. Aquí llevo el pasaporte — continuó resuelto y categórico, dándose una palmada en el bolsillo posterior del pantalón —, y hasta el visado, que no es poco decir. Pero... lo he pensado mejor; esta noche no puede ser. No puedo fugarme contigo. No puedo.
—¿Acaso ya no me quieres?
—¿Quererte? ¿Yo? — titubeó un instante y agregó decidido —: Jamás te quise.
La Chica, enormemente sorprendida por lo inesperado de esta contestación, exclamó:
—¿Cómo?
—Estoy enamorado, enamoradísimo de ti — contestó Juanito —, pero no es lo mismo.
—¿A qué viene ahora esto? — inquirió la Chica con sorna y continuó inmediatamente dando a sus palabras un tono cínico —: Y de ella, de tu dichosa Juanita, ¿también estás enamorado?
—No. A ella la quiero. Este es el problema.
—¡Pues no matizas que digamos! No te conocía estas sutilezas.
Juanito no contestó. Parecía seguir el curso de sus pensamiento, y como si hablara para alguien que pudiera comprenderle dijo:
—Somos novios desde niños. Apenas empezamos a andar y ya... — de pronto pareció darse cuenta de que estaba hablando con la Chica y continuó dirigiéndose a ella y con un arrebato —: ¿Cómo vas a comprender estas cosas? Lo cierto es que no puedo presentarme ante ella, tan fresco, con mi maleta en la mano y una sonrisa en los labios para decirle: «Oye, Juanita, me fugo... Sí, me fugo con una chica que he conocido hace cinco..., seis días. Dame tu bendición», y otras cosas por el estilo.
—Te estás ahogando en un montón de sentimientos anticuados — replicó la Chica con desdén —. No estamos en un museo, ¿verdad? Además, tus argumentos están llenos de contradicciones. De todos modos — añadió con ironía —, no te preocupes; ni te obligaré a que abandones «la mansión de tus antepasados», ni te lo propondré nunca. Es más, si quisiera decir cosas trascendentales, te diría: «¡Ha llegado el momento de elegir entre el amor y el querer, si es que tanto los diferencias!» Lo malo del caso es que ya le he hablado a mi padre y el pobre te ha preparado un camarote. Nuestro yate ha de llegar mañana a Gibraltar; así, pues, tendrás que estar a bordo dentro de media hora, lo más tarde. Y ahora me voy; no quisiera que se inquietasen por mí. Te mandaré el coche a recogerte — y le tendió la mano —. Bueno; hasta la vista o hasta nunca, como quieras.
—Por favor, nena — exclamó Juanito conteniéndose —. Si sigues así, por muy enamorado que esté de ti... — pero comprendió que había ido demasiado lejos y añadió suavemente —: Sólo te pido que me des tiempo, muy poco, cuarenta y ocho horas escasas. Vete tranquila; yo lo arreglaré todo correctamente y nos reuniremos en Gibraltar. Al fin y al cabo, no puedo comportarme como un cerdo.
—No, no es esto, querido — replicó la Chica —. Nadie pretende que te comportes como un cerdo, sino como un hombre.
— ¡Oye! — exclamó Juanito, furioso.
La Chica lo miró; se dio cuenta de que le había replicado con demasiada dureza y, tratando de borrar el efecto que le habían producido sus palabras, se arrimó con coquetería a él y dijo, intentando halagarlo:
—Vamos, no seas así. No he querido ofenderte, sino demostrarte que siempre que se ha hecho algo grande en el mundo ha sido por amor y no por cariño. Además, lo sabes tan bien como yo.
—Bueno — contestó Juanito, todavía molesto —. Todo esto está muy bien, pero es preciso que te hagas cargo de que hemos pasado la infancia juntos, de que hemos sido el uno para el otro algo tan especial, tal especial... Fuimos novios, siempre hemos sido novios, siempre, ¿comprendes? Y así, juntos, hemos crecido... Al fin y al cabo, ella no ha dejado nunca de ser lo firme, lo decente, algo limpio en mi vida. Donde yo estuviera, hiciera lo que hiciese, cuando hacía el servicio militar; cuando volaba, cuando participaba en algún campeonato de tenis o cuando me iba de juerga, siempre había en mí algo sencillo, una estampa limpia y sin sombras: ella, Juanita, leyendo algún libro, con sus enormes gafas. Y aunque no pensase en ella, estaba siempre en mí, la tenía conmigo, como si formara parte de mi persona.
Juanita había oído toda esta conversación sin perderse una sílaba, pero cuando Juanito hubo pronunciado estas palabras inclinó la cabeza. Toda su emoción, todo cuanto sentía en aquellos momentos reflejábase en este leve movimiento que no podía definirse y que ella tampoco intentaba explicarse. Podía ser debido a la humillación que experimentaba en aquellos instantes al oír las palabras de él que de tal manera 'evidenciaban sus sentimientos; pero podía ser también un ademán de resignación e incluso un inexpresable movimiento de ternura porque había creído advertir una cierta dulzura en las últimas palabras que Juanito había pronunciado, las que aludían precisamente a las gafas.
—Y ella, ¿te quiere? — preguntó la Chica.
Juanita volvió a levantar la cabeza para prestar atención.
—¡Vaya una ocurrencia! ¡Naturalmente! — contestó Juanito.
—¿Está enamorada?
—¡Naturalmente!
—¿Cómo naturalmente? — inquirió, extrañada la Chica —. Hace un instante habías establecido una gran diferencia entre querer y estar enamorado. Cuando se trata de ti...
—¡No te armes un lío, mujer! — interrumpió Juanito —. Me refería a los hombres. Tratándose de mujeres es muy distinto. Con ellas resulta difícil establecer diferencias.
Destacándose limpia y claramente sobre la música apagada de la orquesta llegó hasta ellos el sonido ronco de la bocina de un yate.
—Papá se está poniendo nervioso — dijo la Chica —. Tengo que irme. Sentiría mucho perderte por terco.
—Pasado mañana en Gibraltar — contestó Juanito, tratando de cortar así toda nueva discusión.
—Saldremos de allí hacia el mediodía. Pasado mañana estaremos ya cerca de las Azores, porque papá tiene que estar en Nueva York el lunes. Por lo tanto... Bueno, tú verás lo que haces — y. al ver que Juanito, no pudiendo dominar su impaciencia, intentaba disimularla pasándose la mano por el pelo y suspirando violentamente, añadió —: ¡Eso es! ¡Vaya un conflicto! ¡Y conste que eres tú quien lo crea!
—¡No seas injusta!
—Si ella te quiere tanto como tú afirmas y le hablas con absoluta confianza, no sólo te comprenderá, sino que incluso será ella quien hará que te vayas conmigo.
Por un momento Juanito creyó posible lo que la Chica le sugería. Sí, acaso Juanita comprendería su situación y sus sentimientos y no sólo justificaría su actitud sino que la aceptaría.
—¿Estás segura? — preguntó —. Quizá...
—¿Quieres que se lo diga yo? — inquirió ella dulcemente —. ¿Dónde está?
—No lo sé. A lo mejor, en su cuarto — la Chica se volvió dispuesta a subir las escaleras, pero Juanito la detuvo con un ademán —: No te preocupes, ya se lo diré yo.
De nuevo volvió a dejarse oír la bocina del yate, que sonó esta vez con mayor impaciencia. La Chica, al oírla, intentó decir algo, pero Juanito la cogió del brazo y le dijo:
—Vete. Márchate tranquila y mándame el coche en cuanto llegues. Dentro de media hora estaré a bordo con mis maletas y la absolución.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¡Así te quiero! — exclamó ella, contenta; se abrazaron los dos y, luego, liberada ella del abrazo, añadió —: ¡Me voy corriendo! ¡Adiós, Juanito! — Desde la puerta lo miró sonriendo, se embozó teatral mente en su gabán y dijo, levantando una mano —: ¡Rectifico! ¡Adiós, don Juan!
Desde los primeros peldaños de la escalera, Juanito, también sonriente y presuroso, contestó:
— ¡Hasta ahora!
Juanita, desde la biblioteca, los oyó partir. Se volvió y se quitó las gafas. En su rostro miope se reflejaba la tremenda amargura que acababa de experimentar. Con ojos extraviados miró en el vacío y murmuró con voz desesperada:
—Don Juan..., don Juan...
Y entonces una voz clara, respondió desde el otro extremo de la biblioteca:
—¿Decía usted...?
Juanita se creía sola. Estaba segura de que nadie había entrado en aquella habitación ni podía haber entrado sin que hubiese sido visto por ella. Sobresaltada, miró en torno suyo, pero todo estaba en tinieblas. Levantó la lámpara e, inclinándola, dirigió su luz hacia el lugar de donde había llegado la voz. Vio entonces a don Juan que con una mano protegía sus ojos de la luz y, con la otra, componía apresuradamente su indumentaria. Juanita lo vio vestido de frac y acercarse a ella repitiendo:
—¿Decía usted...?
—¿Quién es usted?
—Don Juan.
—¿Qué don Juan?
—Pues don Juan — repuso.
—No le conozco.
—Lo mismo me dijo el mayordomo cuando me vio entrar.
—Y, ¿qué hace aquí?
—Dormir.
—¿Aquí?
—Soy una de las pocas personas lo suficientemente sinceras para dormir en una biblioteca a oscuras. Además, hace ya un par de siglos que frecuento estos parajes, a pesar de que no valgan la pena.
Juanita se estremeció y lo miró asustada. Apresuradamente, tendió la mano para recoger su bolso de la mesa y, con voz trémula a causa de una emoción difícilmente contenida, y tratando de dominarse, murmuró:
—Discúlpeme, pero los invitados...
—La echarán de menos, ¿verdad? — la interrumpió don Juan, continuando su frase —. Pero mucho me temo que, en vez de reunirse con ellos, busque usted un lugar apartado donde llorar y esconderse para que no la encuentre el que pretende despedirse.
—¿Cómo lo sabe? — preguntó Juanita en el colmo de la sorpresa —. ¿Se ha enterado usted...?
—Lo he oído.
—¿Durmiendo? — murmuró Juanita con ironía y un poco más segura de sí misma.
—Sí — respondió don Juan, sonriendo —, es cuando oigo mejor, y sobre todo si se trata de amor. Cuando duermo suelo oír las palabras de amor que me adormecen cuando estoy despierto.
La respuesta de don Juan disipó instantáneamente la leve seguridad de Juanita. Decidida, se dispueso a salir de la biblioteca.
—Bueno — dijo —. Aunque piense usted lo que quiera, voy a reunirme con los invitados.
—Siempre he sido un ferviente admirador del heroísmo femenino — repuso don Juan con ironía.
—Diviértase, a su gusto — dijo Juanita, desdeñosamente —; yo prefiero dar la cara y la anhelada absolución que se espera de mí.
Don Juan sonrió levemente. Con mayor ironía que antes, exclamó:
—¡Cuánta nobleza, cuánta abnegación!
—i Búrlese usted! — respondió Juanita con altanería, pero a punto de echarse a llorar —. Soy más abnegada y noble de lo que usted supone, a pesar de que ahora descubro lo enamorada que estoy.
—Sí. Ahora sí.
—Ahora y antes.
—No, no es eso. Desengáñese. Sólo se ha sentido enamorada cuando se ha enterado de que su novio pretende dejarla.
—Nos desconoce. Vive usted en otro mundo...
Juanita no contestó en seguida. Había bajado la cabeza y parecía estar muy atenta en uno de los dibujos del mosaico. Casi sin darse cuenta había recobrado su seguridad, pero no el dominio de sí misma. Hallábase ante un desconocido que la había asustado en un principio, al hacer su aparición ante ella y demostrarle que estaba al corriente de lo que sucedía. Pero este temor había sido vencido o anulado por la gran amargura que sentía en aquel instante.
—Siento como si me hubiesen partido por la mitad — dijo, casi como si hablara consigo misma —, como si... ¡Ay! ¡Era algo tan mío como yo de él! ¡Jamás imaginé que podría acabar así, que habría de venir una extranjera y llevárselo... ¿Qué más puedo esperar de la vida?
Tampoco don Juan contestó en seguida. La miraba con una gran curiosidad. Había seguido atentamente, aunque con una leve sonrisa de ironía, las palabras que había pronunciado. Luego pareció reflexionar y aventuró una pregunta:
—¿El convento...? — dijo; pero inmediatamente rectificó —: Perdóneme — añadió —; la anemia, el insomnio, el veronal... Novelas existencialistas y, de año en año, media dioptría más en sus gafas...
Pero Juanita no le había oído. Como antes, hablando para sí misma, continuó:
—Y cuando pienso que, dentro de una hora, estarán los dos, bajo nuestro cielo..., abrazados..., soñando... Y luego, ella, vestida de blanco, en la alcaldía de «Chinchinati», o en cualquier farmacia... Y él, vestido con el chaqué que escogimos juntos en la sastrería de papá... ¡Es más de lo que puedo soportar!
Anonadada, se dejó caer en una butaca y rompió a llorar. Don Juan, que repentinamente se había puesto grave, se acercó a ella.
—Me sorprende y llega a conmoverme — dijo — que, a mediados de este siglo, haya aún alguna mujer capaz de llorar, hasta cuando tiene razón.
Juanita no pareció haber oído tampoco estas palabras. Reanudando su soliloquio, continuó:
—Debe estar buscándome por todas partes para darme la puntilla..., para rematarme.
Levantó entonces la cabeza y advirtió a su lado la presencia de don Juan, que volvía a mirarla con curiosidad.
—Verá usted como no podré resistirlo — le dijo.
—Porque no quiere.
—¿Qué puedo hacer, Dios mío, qué puedo hacer?
—exclamó Juanita sin hacer caso de las palabras de don Juan, pero, en el fondo, como si éstas hubiesen provocado su pregunta.
—Aunque la pregunta no se dirija a mi persona
—replicó don Juan, cortésmente —, me apresuro a contestar: Muchas cosas. Depende de lo que usted quiera alcanzar.
Juanita levantó la cabeza y lo miró. Poseída por un violento impulso de arrebato, exclamó:
—¡Lo imposible!
—¿Qué se quede?
—¡Naturalmente!
Don Juan sonrió. La curiosidad que Juanita había despertado en él era ahora más viva, pero menos sorprendente; no había esperado su contestación, pero tampoco había dejado de esperarla.
—¿Y le parece imposible? — preguntó.
Toda la sorpresa la experimentó Juanita al oír estas palabras que don Juan había pronunciado con un tono que reflejaba su convicción de que no lo era. Extrañada, exclamó:
—¡Cómo no va a serlo en estas circunstancias! ¿Qué puedo yo, tan sola? ¿Rogarle que se quede por compasión? — y había ahora en sus preguntas un tono de altivez y de desprecio hacia sí misma —. ¿Suplicarle? ¿Humillarme? Sería contraproducente para el futuro. ¡Prefiero que se marche!
—¡Bien dicho! Pero con una mente tan despejada como la suya, ¿por qué no se las compone para que él sea el que implore que se quede usted?
Juanita, como si no hubiese comprendido bien la intención de don Juan, preguntó, estupefacta:
—¿Yo?
—Usted — contestó don Juan con naturalidad.
—¡Es absurdo! Él... Yo sola...
—Ni mucho menos — replicó don Juan, interrumpiéndola —; con mi ayuda.
Juanita lo miró con sorpresa y desconfianza. Durante unos segundos trató de leer con una íntima ansiedad lo que había tras la mirada de aquel hombre desconocido que se hacía llamar don Juan. En lo más profundo de su corazón sus palabras habían dado vida a una leve y secreta esperanza que iba aumentando paulatinamente, pero que la invadía a la vez con la angustia de su desconfianza.
—¡Si bromea, es usted demasiado cruel! — le dijo.
—No tengo motivos ni razones para ello; además, no está en mi temperamento. Sólo le propongo la cosa más sencilla del mundo: obligarle a que se quede, recurriendo para ello a las mismas armas de las cuales él se vale para hacerla sufrir: utilizando su propia vanidad. Pero no estoy seguro — añadió, después de un momento de vacilación — de que sea usted más dichosa si él se queda, pues el amor que ahora la embarga y la domina, por muy profundo y respetable que sea, se apagará para siempre en cuanto el yate leve anclas sin él.
—Confieso que no le entiendo. Pero advierto en toda su persona una fuerza extraña e impresionante que me inspira una confianza absoluta, probablemente debida a mi desesperación.
—y añadió con resolución —: ¡Mande y obedeceré!
Don Juan sonrió y respondió con ironía:
—Amén. — Luego, autoritario, preguntó —: ¿Qué quiere?
—¡Que se quede! — contestó Juanita con decisión!
—¿Enamorado?
—¿De quién? ,
—Puede usted elegir: de usted, de ella, de quien quiera...
—¿De mí? ¡Qué disparate!
—Sí así lo desea...
—¡Con toda mi alma!
—Así se cumplirá.
—¿Qué he de hacer?
—Obedecer.
—¿A quién?
—A mí y sus instintos de mujer. Dentro de escasos minutos, entrará él con una maleta en la mano, dispuesto a hablar con usted. Entonces...
Al llegar a este instante, Juanita y don Juan oyeron unos pasos que se acercaban. Adivinando al punto quién era el que se aproximaba, don Juan alargó los brazos y atrajo bruscamente hacia sí a Juanita. Cuando Juanito se disponía a entrar en la biblioteca la sorpresa lo inmovilizó repentinamente en el umbral, porque don Juan y Juanita estaban casi abrazados. Estúpidamente, sin saber qué decir ni cómo reaccionar, no pudiendo comprender lo que había ocurrido en el ánimo de Juanita a quien creía conocer sobradamente, tanto como para no sentirse muy tranquilo ante la entrevista que se disponía a tener con ella, con los ojos desorbitados por el asombro, y con una cierta angustia que, en aquel momento no sabía explicarse, contempló a Juanita y oyó las palabras de aquel desconocido que la tenía en sus brazos y hablaba como si continuase una apasionada declaración de amor.
Don Juan, seguro ya de que era Juanito quien había entrado y que perplejo los estaba observando, decía:
—Sólo entonces me di cuenta de que no podía vivir sin ti. Fue entonces cuando decidí marcharme de Europa, dispuesto a no recordarte jamás. Pero en todas partes todo susurraba tu nombre, hasta en los lugares más distantes y extraños a los que huía para evadirme de ti. Y, sin embargo, te encontraba siempre; estabas en todas partes. Y tenía que rendirme ante lo imposible. Cuando, loco de amor, atormentado y sediento de ti, buscaba la paz viajando a través del amor, donde ni un paisaje ni un nombre pudiesen siquiera avivar el menor recuerdo tuyo, entonces las olas evocaban las líneas de tu cuerpo, la gracia de tu andar, y cruelmente esbozaban...
—¡Calla! — exclamó Juanita, confundida ante todo lo que don Juan decía, comprendiendo ahora cuál era su propósito y su intención, pero aturdida
no sólo ante sus palabras, sino por el tono con que las pronunciaba.
Y don Juan, sin hacer caso, continuaba:
—Y cruelmente esbozaban la silueta de tus piernas, el contorno de tus caderas, de tu pecho...
—¡Calla, por Dios!
Pero don Juan continuaba sin hacer caso de sus interrupciones. Con voz ronca, continuó:
—¡Juanita! Pronto me di cuenta de que era inútil pretender escapar. ¡He vuelto y esta vez por ti! — y añadió con pasión —: ¡Decidido a todo!
Todas las emociones de Juanita habían dejado ahora paso únicamente al aturdimiento. Un poco arrastrada por el vértigo de las palabras de don Juan, pronunciadas con un acento que parecía tan sincero y tan apasionado, exclamó, casi con el mismo tono, no teniendo una idea muy concreta de a quién dirigía sus palabras:
—¡Estás loco! Ya sabes que no me pertenezco... Que hay otro que... ¡Estoy atada para siempre...!
—¡No es cierto! — gritó don Juan —. Aún no estás casada…
—Pero lo estaré pronto.
—Mientras yo viva, no, Juanita.
—No tiene remedio.
—Entonces..., ¿le quieres?
Juanita, al oír esta pregunta, recobró por completo el dominio de sí misma. Ahora se daba perfecta cuenta del papel que representaba. De todo su aturdimiento anterior destacábase ahora, de una forma clara y concisa, la intención que guiaba sus palabras y sus actos. Sinceramente, con esa sinceridad con que se pronuncian las palabras de cuya pronunciación no suele uno darse cuenta, dijo:
—¡Mucho!
Juanito, que hasta este instante no había podido dar crédito a lo que veía ni oía, comprendió que la contestación de Juanita estaba dedicada a él y dio un paso para intervenir, pero al oír las palabras de don Juan se contuvo. Estaba seguro de que ni él ni ella habían advertido su presencia y se dispuso a escuchar hasta que le advirtieran o él considerara oportuno intervenir.
—Pero, ¿estás enamorada de él? — había preguntado don Juan.
—Desgraciadamente. Pero le prefiero a él mil veces. Tú eres fiebre, tempestad, fuego, ¡qué se yo! Si quisiera ser algo para ti, tendría que consumir en pocos meses toda mi existencia, todo cuanto al lado de él se prolongaría a través de un hogar, en la paz...
—¡No, estás mintiendo! — exclamó don Juan —. Lo noto en los latidos de tu sangre y de su corazón. Todo tu ser, toda tu persona, me ama, me ama porque es mía y me pertenece, porque será mía mientras quede una sola gota de sangre en mis venas... — y con gran dulzura, le preguntó —: ¿Por qué mientes?
—¡Ten piedad de mí! ¡Ten piedad...! Él es más que mi novio; es parte orgánica, si no de mi ser, sí de mi vida... Y él es la paz, el hogar...
—Sí — contestó don Juan, burlonamente —. Y tu belleza marchitándose en la paz, en una paz hecha de cines semanales, de los tés mensuales de la presidenta de la Cruz Roja, de la puesta de largo de Fulanita y de la boda de Perengana. Y, para colmo de tu sosiego, diez días de «Ritz» cada año, en Madrid... ¡Esto es todo lo que te espera!
—Ya lo sé.
—Y a pesar de todo...
—A pesar de todo.
—¡Pues no te dejo! — exclamó don Juan con un arranque —. Eres mía y no hay poder humano que pueda separarnos.
De nuevo la bocina del yate llamó desesperadamente. Su zumbido llegó hasta ellos claro e insistente, como una imperativa llamada en la noche. Juanito se estremeció; sólo él sabía el significado de este llamamiento, cada vez más apremiante. Sus dudas, sus vacilaciones, su aturdimiento de momentos antes y la confusión que esta escena le había hecho experimentar, desaparecieron como por ensalmo. Sobre el zumbido de la bocina del yate, destacábase clara y terminante la última frase que había pronunciado don Juan. Dejó entonces la maleta junto a la puerta y adelantó hacia ellos inesperadamente. Con gran dominio de sí mismo, encendió la araña y dijo:
—Excepto el mío.
Juanito había hablado tranquilamente, sin dar a sus palabras el tono de una exclamación, sino el de una contestación de la que se está seguro. Juanita, francamente sorprendida ante su aparición, que en estos momentos le parecía inesperada, se volvió hacia él y exclamó:
—¡Juanito!
E instintivamente se separó de don Juan que se mantuvo a la expectativa, sonriendo ligeramente y mirando con cierta curiosidad a Juanito que aparentaba ser en estos momentos el centro de la escena y que se mostraba un poco orgulloso de la expectación que su aparición había provocado. Sin embargo, don Juan continuaba sonriendo, perfectamente tranquilo, dueño absoluto de sí y de la situación que él mismo había provocado. Juanito no tardó en advertir la tranquilidad nada fingida del desconocido y, volviéndose a Juanita, le preguntó con cierto tono de ira:
—¿Quién es este tipo?
—Don Juan — contestó el aludido, sin abandonar su sonrisa.
—¿Don Juan qué?
—Don Juan Etcétera.
—Y ¿cómo se atreve usted...?
Don Juan miró a Juanita.
—Es su prometido, ¿verdad? — preguntó, señalándolo con un movimiento de cabeza.
—Sí..., pues sí — contestó Juanita, turbada.
—Buena figura — replicó don Juan, y un instante después, luego de haberlo observado de una ojeada crítica de entendido, añadió —: Lástima esa propensión a engordar.
—¡Basta ya! — exclamó Juanito, exasperado —. ¿Quiere usted hacerme el favor de explicarme lo que pasa?
Juanita, ante la exasperación de Juanito, recobró el dominio de sí misma que momentos antes parecía haberla abandonado. Comprendiendo que la decisión que demostrara ahora había de dirigir los próximos acontecimientos y sintiéndose en la necesidad de dominar totalmente a Juanito, ya que tan cerca había estado de sentirse dominado por don Juan, dijo, imitando la serenidad de éste:
—Como quieras. Pregunta.
Furioso, Juanito la cogió violentamente de la muñeca y dijo:
— ¡Sígueme! — y cerca ya de la puerta se volvió para decirle a don Juan —: ¡Luego hablaremos los dos!