Mi Tio Jacinto fue un best seller y un blockbuster (protagonizado por Pablito Calvo y Antonio Vico) en la década de los cincuenta. Es un libro para “niños de todas las edades” y relata un día especial en la vida de un ex-torero, Jacinto y su sobrino Pepote, un niño de la calle. En la personalidad de Jacinto, el honor se manifiesta como la prioridad absoluta, teniendo además como prioridades a combatir sin tregua  el delito, el alcohol y la separación de su sobrino. Durante un tiempo, las cosas se ven bastante sombrías, Jacinto está deprimido y sin trabajo; ha perdido su honor frente al niño y están a punto de separarlos. No desesperes, por supuesto que tiene un final feliz. Al menos, eso creo, quizás... Compra ahora.  VIDEO.

Un importante periódico francés escribió sobre Mi Tio Jacinto: "Nada como ésto se había escrito desde El Principito de Antoine de Saint-Exupéry.” La portada es de Arturo Samaniego que la tituló “Torero”.

MI TÍO JACINTO

ANDRES LASZLO SR.

El potente zumbido de un cuatrimotor que buscaba la pista de aterrizaje del cercano aeródromo de Barajas despertó a Pepote. Se incorporó dormido aún, apartó las greñas que caían sobre su frente, se frotó los ojos con los puños y se sentó sobre el estrecho banco que le servía de cama.

La claridad que se filtraba por las rendijas de la barraca le convenció de que ya era de día. Tendió la mano rutinariamente hacia la estantería en la que estaba colocado el viejo despertador: el artefacto permanecía mudo, como un amor verdadero, y su única saeta estaba señalando, meditabunda, un punto del pasado.

El chiquillo miró hacia donde se apagaba poco a poco el rugido de los motores, sacudió el despertador y colocó la fina aguja metálica en el 9. Luego se puso los pantalones, se calzó y comenzó sus quehaceres.

Descolgó del clavo la panzuda jarra de leche y la olfateó. Se arrepintió en seguida de su curiosidad y, haciendo una mueca de asco, volvió a taparla.

Iba ya a salir cuando recordó que necesitaba dinero. Exploró hábil, aunque inútilmente, los bolsillos de la chaqueta y los del pantalón que yacían sobre el banquillo, al fondo de la estancia. Indeciso, miró en torno suyo por la penumbra y, cuando pasó la mano por debajo de la enrollada gualdrapa que hacía las veces de almohada, su semblante no reflejó la más pequeña esperanza.

Cogió la jarra y abrió la puerta. Empezaba a llover. Sus facciones parecieron alegrarse un poco, pues este fenómeno era casi un acontecimiento por aquellas fechas. Se dirigió hacia el diminuto riachuelo, hijo del monte que se erguía por encima del lugar y que formaba la única aunque invisible valla que deslindaba el minúsculo solar al pie de la colina y en el que se levantaba el «castillo» que fue en otro tiempo almacén de algún contratista de obras.

Le brillaron los ojos al descubrir el hilo de agua que rumoreaba desde el manantial y se dirigió hacia la balsa desde donde la corriente se derramaba rumorosa por la acequia que discurría a lo largo del sendero.

Lavó la jarra y se disponía a asearse cuando se le ocurrió algo que le pareció muchísimo mejor. Recogió pedruscos y cascotes y comenzó a estrechar los cuatro palmos escasos que tenía de ancho la desembocadura del riachuelo. Sus actividades fueron coronadas por el éxito porque la corriente se hinchó y cobró fuerza.

Entonces el chiquillo regresó, corriendo, a la barraca, de la que salió a poco llevando una antiquísima y vieja navaja, dos trozos de madera arrancados de las paredes y una cuchara de palo digna de mejor destino, elementos que no tardaron en convertirse en una rueda de molino que se puso a girar alegremente en cuanto las habilidosas manos infantiles hubieron fijado el eje entre los pedruscos que formaban la presa recién construida.

Pero el rapazuelo no pudo entretenerse en la contemplación de su obra porque la lluvia arreciaba. Recogió la jarra y se dirigió con pasos rápidos hacia la hilera de casas que se levantaban a unos cien metros de allí, entre las que se encontraban la tahona y la lechería.

El panadero estaba en la trastienda enfrascado en la lectura del periódico de la mañana, mientras su mujer contemplaba la lluvia que, formando abundantes regueros, buscaba el término de su recorrido en el cristal del escaparate. En cuanto vio al chiquillo, le gritó con cólera repentina a su marido:

—¡Es el colmo! Cuidado que tiene mala entraña el tipo. Ha tenido hígados para mandar al crío a pesar de la lluvia.

—¿De quién hablas?

—¡De quién voy a hablar, sino de ese puerco borrachín! ¡Mira como corre el desdichado!

El panadero buscó con los pies las zapatillas próximas, pero alguna noticia le hizo pensarlo mejor.

Pepote corría que se las pelaba porque la lluvia se había convertido en un verdadero diluvio y la chaqueta con la que se amparaba la cabeza le brindaba muy escasa protección.

La panadera aplastó con la punta de su chal una mosca tan corpulenta casi como ella y se colocó tras el mostrador cuando el rapazuelo, perdido el resuello, entró en la tahona en compañía de un cortés:

—¡Buenos días tenga usted!

Sorbió por la nariz las gotas de agua que le resbalaban por los labios y, cohibido, pues advertía, más que verlo, que el agua que se escurría de sus ropas estaba formando un charco en torno a sus pies, dijo con prisa:

— Dos panecillos, por favor.

—¿Nada más? — preguntó la mujer, mientras sus brazos continuaban en la inercia.

— Nada más — repitió el chiquillo, algo sorprendido, y luego, tras una breve pausa, rectificó — Bueno, sólo quiero uno.

Entonces el brazo de la panadera se puso en movimiento, no hacia los panes sino hacia el niño y tendiendo la palma de la mano. Su marido, al advertir el ademán, se retiró precipitadamente al interior.

— No llevo dinero. Se lo traeré mañana — dijo el hombrecillo, azorado.

— Con que mañana, ¿eh? — rugió la panadera con los ojos centelleantes — ¡Esto sí que no! Dile a tu tío, al vago ese, a ese granuja indecente, que todo tiene sus límites. Si no fuera porque no me gusta meter las narices donde no me llaman, hace tiempo que lo habría denunciado.

El chico agachó la cabeza. Entonces, con verdadero espanto, descubrió el enorme charco de agua que se había formado a sus pies. “¿Qué pasará si ella lo descubre?”, lloriqueó su conciencia, mientras él retrocedía lentamente hacia la puerta.

— Hace tiempo que debí haberle hablado a mi cuñado, que es guardia civil... — continuaba la panadera.

— Verá, he de hacer otras compras. Adiós, señora — atajó el chiquillo desde la puerta.

Y salió disparado.

Pegándose a las paredes se deslizó hasta la tienda siguiente, que era la lechería.

El dueño, viejo y bigotudo, que estaba haciendo rodar desde un rincón un bidón de leche, ni siquiera contestó al saludo de su repentino cliente. Pausada y cachazudamente acabó su tarea y se limpió las manos en el delantal antes de colocarse detrás del mostrador.

—¿Qué quieres? — preguntó entonces.

— Dos cuartillos de leche — contestó el niño, poniéndole ante las narices la jarra destapada.

El viejo pareció titubear un instante, pero se decidió a coger la medida y escanciar la leche.

— Una sesenta — dijo con voz queda, mientras ajustaba la tapadera.

El chiquillo debía esperar estas palabras, pues contestó con rapidez:

— Se lo traeré mañana. No llevo.

— Acepto talones y a veces letras — dijo el lechero sin el menor asomo de humor, casi severo.

El niño, que no había entendido una palabra, se quedó mirando, indeciso, el centro de aquellos bigotes, bajo los cuales no tardó en surgir la engorrosa pregunta:

—¿Para quién es la leche?

— Para mí.

— La cosa cambia. Tómatela aquí mismo.

— Me gustaría bebérmela en casa.

—¿Qué más te da?

— Es que...

—¡Esto sí que no! — exclamó el lechero, alzando un poco la voz — Quieres llevarle el desayuno a ese granuja, a ese perdis, ¿eh? ¡Vas bueno! ¡Ni hablar! ¡Leñe con el tipo! Yo también soy de los que por la mañana se lavan la boca con tintorro, pero yo sé ganarme los cuartos para eso. Temprano ya estoy aquí limpiando la tienda, mientras tu tío anda de un lado a otro dando trompicones y con su buena cogorza.

— Verá, se pone malo por las noches si no bebe.

—¡Ésta sí que es buena! ¡Que el diablo se lo lleve! A fin de cuentas este será el resultado. A mí no me gusta la leche ni vivo de ella, como tampoco del agua, dicho sea con perdón — añadió, hablando casi desde el interior del bidón que, entretanto, había destapado para verter en él una medida más pequeña — Si quieres desayunarte, puedes beberte todo el bidón. Además, ahí tienes el cajón: coge dinero para el pan.

— No. Quiero tomarla en casa — replicó el chiquillo, sin perder la esperanza — Me dejé allí el dinero.

— Mientes.

— No miento.

— Entonces ve por él. No se te agriará la leche mientras vuelves.

— Bueno... Vuelvo en seguida — dijo el chiquillo, dirigiendo una mirada apenada a la jarra, que se quedaba en el mostrador.

— Cuando quieras, chaval.

Mientras tanto, había dejado de llover. El cartero surgió de un portal, se sacudió el agua del capote, saludó al niño y siguió su camino. Una gallina asomó por entre las matas, remedó con insolencia al funcionario y, distraída, picoteó un clavo en lugar de una lombriz.

Pepote comenzó a vagar sin rumbo, al azar. Estaba malhumorado porque la jornada había tenido mal principio pero las voces de una pandilla llegaran a sus oídos desde un amplio solar que se extendía entre dos casuchas. Los chicos eran mayores que él y como tampoco tenía ganas de jugar, pasó de largo como si no los hubiera visto. Ya estaba junto a la casa más distante cuando le llegaron unas palabras:

—¡Oye, tú! ¿Quieres ganar dinero?

— Claro que sí — contestó él, volviéndose, esperanzado— ¿Cómo?

— Con los cuernos — dijo uno de ellos, orejudo y pecoso, adelantándose — Estamos preparando una corrida y nadie quiere hacer de toro.

—¿Cuánto me dais?

— Más que nadie. Veinte céntimos.

—¿Por faena?

— Por estocada.

—¿Tenéis picadores?

— Banderilleros nada más.

—¿Dos pares?

— Tres.

—¡Vale!

Le metieron hasta los hombros una cabeza de toro hecha de mimbres, adornada con dos astas. Cobró por anticipado, adoptó una postura agresiva, echó el cuerpo hacia delante y la corrida empezó.

Salió el sol y, poco a poco, comenzó a sentir calor, a fuerza de correr encorvado. Le dolía la espalda, pero cuando pensó descansar un poco se dio cuenta de que ya poseía dos pesetas en calderilla, o sea, algo más de lo que costaba la leche.

Entonces se quitó la cabeza de toro y se la dio al más pequeño de los chavales, mientras hacía ademán de coger el estoque de madera envuelto en un trapo colorado.

— Ahora seré yo el torero — dijo.

— Bueno — dijo el otro —. ¿Cuánto pagas?

— Veinte, como tú.

— No, no...

— Treinta.

—¡Quiá!

— Cuarenta.

— No.

— Pues, ¿cuánto?

— Una peseta.

— No está bien — protestó — Sólo me habéis dado veinte céntimos.

— Porque eres pequeño.

—¿Y qué?

—¿Sabes cuánto vale un becerro y cuánto vale un toro?

— No.

— Ya me lo imaginaba. Te enteras y vuelves mañana. Ya hablaremos del asunto.

*

Indudablemente le hubiese gustado seguir discutiendo, pero se acordó de la jarra de leche que le estaba aguardando y se fue. Ignoraba si el chico tenía razón o no en lo del precio, pero le escocía no haber podido matar un solo toro.

“Cuando sea mayor, será distinto”, pensó.

Llegó así ante otro solar en el fondo del cual un par de asnos pacía cachazudamente. Se detuvo distraído y observó con atención a los dos animales, a pesar de que no era la primera vez que los veía. Luego, llevado por una idea repentina, se acercó a ellos.

Se quitó la chaqueta, se la ajustó en la diestra, como si fuese una muleta, y la sacudió brevemente, aunque a prudencial distancia, ante uno de los burros.

—¡Je, je, toro...! — gritó al animal, excitándolo audazmente — ¡Je! ¡Je! ¡Mira, miiiraaa, torito!

Naturalmente, el burro no reaccionó ante esta pro-vocación. Es más, ni siquiera alzó la vista. Entonces el chico citó a la otra fiera: primero desde lejos, luego desde más cerca.

Si bien no fue mayor su suerte, siguió porfiando y, volviendo a acercarse, emocionado, sacudió la chaqueta más enérgicamente cada vez.

En aquel momento apareció en el cielo otro avión que se disponía a aterrizar. Pepote reconoció en seguida al «Douglas» de la «Air France» y supo que eran más de las diez.

Se puso la americana y echó a correr hacia la lechería.

Entró precipitadamente en la tienda, desierta en aquel momento. Dejó con ruido el dinero sobre el mostrador, agarró la jarra y echó a correr hacia su casa.

Al llegar a la barraca se quedó de piedra porque le aguardaba una visión espeluznante.

Él pequeño solar, que formaba una ligera depresión, estaba totalmente cubierto por las aguas.

Al ver esto, el chiquillo, cuya conciencia no estaba muy tranquila, se precipitó hacia la presa de su invención, de la cual hacía ya tiempo que la corriente se había llevado el molino. Rápidamente deshizo su obra y arrojó a lo lejos piedras y cascotes para dejar libre el desagüe del lago improvisado. Luego se quitó los zapatos y se dirigió a la barraca.

Le costó mucho abrir la puerta, la cual cedió a la violencia saltando de sus goznes. Poco faltó para que lo aplastara en su caída. La jarra se le escapó de las manos y la leche se mezcló con el agua.

Una vez dentro fue recibido por unos ronquidos uniformes, serenos y tranquilos, y por un palmo de agua sobre cuya superficie flotaban los más diversos objetos, gran parte de los cuales desconocía o hacía tiempo que consideraba extraviados.

Recuperó primero el viejo despertador, adelantó la minutera, lo sacudió e incluso lo hizo sonar. El resto de su actividad se desenvolvió en aquella región de la gualdrapa donde se suponía que estaban tapados los oídos de su tío.

De momento, el único resultado fue que, si bien cesaron los ronquidos, también desaparecieron bajo la manta los mechones de pelo con los cuales aquel cuerpo en reposo mantenía un contacto orgánico con el mundo exterior. Luego se dejó oír un gruñido reprobatorio que degeneró en otra serie de ronquidos.

A costa de tiempo y reiterados esfuerzos por parte de Pepote, finalmente Jacinto se incorporó. Pero cuando, al sentarse sobre la cama, le alcanzó el agua la pierna reumática, rugió como si hubiese pisado un hierro candente. Sólo entonces, al dirigir una rápida mirada por la barraca, se le heló la sangre en las venas.

—¡Caray...! ¿De dónde salió esto?

— Ha llovido mucho, ¿sabes?

—¿Cuándo?

— Hace un rato.

— No me he enterado de nada.

— Estabas durmiendo.

—¿Y qué quieres que haga a estas horas? ¿Es que no se puede dormir en esta casa?

— El caso es que... La verdad...

— La verdad es que has vuelto a construir otra presa.

— Algo tenía que hacer.

— Algo tenía que hacer... — refunfuñó Jacinto — Y no se te ocurrió pensar que podía ahogarme.

Jacinto vio entonces uno de sus zapatos flotando a la deriva. Lentamente se acercaba a la puerta. El hombre, lleno de ira repentina estalló:

—¿Te das cuenta de lo que ocurre cuando haces lo que te da la real gana? Te he dicho mil veces que el agua-es un asunto muy peligroso. ¡Parece mentira que un chico tan grande como tú sea tan tonto! Eres terco como una mula. Nunca serás un hombre. Merecerías que te diera la patada y no me preocupara más de ti.

Durante este sermón, el chiquillo descubrió el otro zapato y, después de verter el agua que ambos contenían, los colocó, triste y calladamente, al alcance de Jacinto, quien, alzando amargamente los hombros, empezó a vestirse de pie en la cama.

Mientras tanto, el chico tomó las medidas oportunas para asegurarse una retirada a pie enjuto.

Como pudo, volcó la mesa y la arrimó a la cama, pero su tío comprendió el alcance de aquella maniobra solamente después de una breve meditación. Cuando, por fin, se sentó en aquella embarcación improvisada, ni siquiera intentó encubrir sus justificados temores.

El niño le tendió su viejo paraguas descolorido que hizo las veces de zagual durante la aventurada salida. Cuando, por último, alcanzaron la orilla, Jacinto saltó de la embarcación con bastante más agilidad que al embarcar y, a toda prisa, se apartó de la zona peligrosa.

Pepote se dirigió en busca de sus zapatos, que se habían quedado junto a la presa, mientras su tío, que estaba escurriendo el agua que empapaba el borde inferior de su americana, descubría una carta clavada en el trono de un árbol, ante sus narices.

Se acercó un poco más y, sorprendido, vio que el mensaje estaba dirigido a él. Con desconfianza rasgó el sobre y, achicando los ojos, descifró su contenido.

Era una carta fechada tres días atrás, en la cual el empresario de una corrida confirmaba lo que había quedado estipulado de viva voz, según lo cual tomaría parte en la fiesta que se celebraría ese mismo día, como matador, y con los honorarios de mil quinientas pesetas. Se le suplicaba la máxima puntualidad, a las veintiuna horas, y quedaban de él muy atentos servidores, etc.

Colocó de nuevo la carta en el sobre, se quedó unos instantes pensativo y luego, con un solo ademán, la estrujó y la arrojó a lo lejos.

El chico, que en aquel momento había llegado junto a él, observó con cierta alegría que a su tío acababa de ocurrirle algo que alejaba de sus pensamientos lo que hacía un momento había sucedido.

— Otra vez el Tutelar, ¿eh?

— No. Era particular.

—¿Lleva sello?

—¡Yo qué sé!

—¿Qué quieren?

— Tomarme el pelo — contestó Jacinto, sombrío, y echó a andar.

El chico cogió la carta a escondidas, la alisó, se la guardó en un bolsillo y echó a correr para alcanzarlo.

Juntos se dirigieron a la parada del tranvía, después de haber dado un rodeo para evitar las tiendas conocidas. El chico se hizo el desentendido para no saludar a sus numerosos conocidos, temiendo que no le devolverían el saludo si lo veían acompañando a su tío. Llegaron a la parada sin haber pronunciado una sola palabra. Tuvieron que esperar mucho rato hasta que apareció un tranvía lo suficientemente abarrotado para que pudieran viajar en el estribo hasta las Ventas.

La inmensa explanada que rodeaba la plaza estaba totalmente desierta. Una sola mirada les bastó para darse cuenta de que habían dado con abundante material. La víspera se había celebrado una gran corrida y el público había dejado como recuerdo una generosa provisión de colillas.

Rápidamente pusieron manos a la obra.

El chico las recogía con las manos, pero Jacinto, con una precisión certera, utilizaba la aguzada punta de su paraguas.

Los bolsillos se llenaron velozmente y abultaban ya cuando llevaban recorrida tan sólo una cuarta parte de su itinerario.

Durante la tarea, el chico perdió de vista a su colega pero poco después le descubrió, con gran sorpresa por su parte, contemplando, rígido y confuso, uno de los carteles pegados junto a la entrada principal.

La hoja de papel, ilustrada con un dibujo a todo color, especificaba el programa de la charlotada que iba a celebrarse aquella misma noche. En ella, con grandes letras de molde, figuraba el nombre de Jacinto como el del matador respetable.

—¡Tienes narices! — fueron las roncas palabras que se abrieron paso por fin a través de su garganta.

Por lo menos una nueva docena de veces volvió a leer su nombre, mientras liaba en un trozo de papel de periódico unas cuantas colillas, sin mirar siquiera al chico. Luego frotó un montón de cerillas en la lija de la caja, sin advertir que se le habían mojado en el bolsillo de la chaqueta.

El chiquillo, que sentía aún vivos remordimientos por lo ocurrido en su casa, señaló con el dedo, silenciosamente, el bolsillo del pañuelo, pues era de suponer que quedara en él por lo menos un par de cerillas secas.

Jacinto, sin decir nada, hurgó, sacó una y la frotó contra los ladrillos de la pared. Encendió el cigarro, lo miró y soltó el humo.

Luego, perplejo, se rascó el cogote y levantó los ojos hacia el límpido cielo azul, como si quisiera pedirle consejo.

Pepote habría reanudado su labor, de no habérselo impedido la voz de su tío:

—¡Vámonos!